Siempre que pienso en lo que somos, me gusta utilizar la palabra contradicción. Entre cultura y biología, entre lo que queremos y lo que necesitamos, entre lo que somos y lo que queremos ser… Pero nunca me acaba de convencer porque la palabra tiene un cariz negativo. Sin embargo, en el texto de más abajo, utilizan el término tensión, que tal vez capta mejor lo que significa estar vivo:
Adam Phillips ha escrito con elocuencia sobre el papel de los yoes a los que aspiramos, las vidas que pensamos que deberíamos llevar versus las que estamos llevando en realidad. Un poco de frustración es, sorprendentemente, necesario: la respuesta no es siempre abandonar la vida que tienes para llevar la vida que quieres. La cuestión es que vivimos en una tensión entre la vida que vivimos y la vida que pensamos que deberíamos tener o queremos vivir, constantemente, y que nuestra vida está dentro de esa tensión.
Nuestra vida es esa tensión. El principio básico que tenemos que aceptar y sobre el que hay que trabajar. Una tensión constante e irresoluble.
En ese mismo texto, un poco más adelante, encuentro una breve historia del matrimonio, un concepto que puede estar intricado entre la vida que llevamos y la que nos gustaría llevar, porque esconde una pregunta sobre qué significa estar solo, con quién y de qué manera vamos a compartir nuestra vida y, tal vez lo más importante, por cuánto tiempo:
Nuestra obsesión cultural con la pareja es en realidad un hecho reciente. Aunque llevamos “emparejándonos” más de 3,5 millones de años, según Helen Fisher, los cazadores recolectores evolucionaron en grupos igualitarios, en los que hombres y mujeres compartían las tareas a realizar equitativamente. Ambos grupos abandonaban el campamento por la mañana; ambos volvían al final del día con recompensas. Los niños se criaban colaborativamente. Como consecuencia, mujeres y hombres eran sexual y socialmente más o menos iguales; el divorcio (o la separación equivalente de la época) era común. De hecho, Fisher ve la corriente contemporánea de matrimonio entre iguales como un “movimiento adelante hacia la historia profunda”, una vuelta a las relaciones sociales y sexuales de hace miles de millones de años.
Hasta que no nos establecimos en granjas, y desarrollamos una economía agraria centrada en la propiedad, el matrimonio no se convirtió en la unidad central de producción. Tal y como Stephanie Coontz nos explica, en la Edad Media, la combinación de la interdependencia económica de la pareja y del éxito de la Iglesia Católica limitando el divorcio, creó la tradición de casarse con una persona y quedarse con ella hasta que la muerte los separase. El matrimonio se mantenía intacto por el propio interés individual y colectivo, si se quería mantener la granja a flote.
Dicho esto, estar demasiado atado emocionalmente al cónyuge no se recomendaba; los vecinos, familia y amigos eran altamente valorados en términos de apoyo práctico y emocional. Incluso los siervos y aprendices compartían la mesa familiar, y a veces dormían en la misma habitación con la pareja principal del hogar, indica Coontz. Hasta mediados del siglo diecinueve, la palabra amor era usada para designar sentimientos hacia la familia y vecinos cercanos, más que para describir sentimientos hacia la pareja, y las amistades con personas del mismo sexo se mantenían con una intensidad que actualmente consideraríamos romántica. Cuando la tradición de las lunas de miel comenzó, en el siglo diecinueve, los recién casados se hacían acompañar de amigos y familia para aumentar la diversión.
Pero conforme el siglo diecinueve progresó, y especialmente con la sexualización del matrimonio en el siglo veinte, estas antiguas relaciones sociales fueron radicalmente devaluadas para fortalecer el vínculo entre marido y mujer, con resultados contradictorios. Tal y como me dijo Coontz, “Cuando la relación de las parejas es fuerte, un matrimonio puede ser muy satisfactorio. Pero sobrecargándolo con más exigencias de las que un individuo puede satisfacer, tenemos menos sistemas emocionales de apoyo si el matrimonio falla.
Al final, la idea de matrimonio está mediatizada por los usos y costumbres de la época, evidentemente mudables. Idea que cambia al mismo tiempo que el concepto de amor que manejamos en cada época. Tal vez una idea de amor que promueva otros “sistemas emocionales” alternativos o complementarios al matrimonio, conduzca a un mayor bienestar en la sociedad de la abundancia hiperconectada en la que vivimos:
Fredrickson, una puntera investigadora de las emociones positivas en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, presenta evidencia científica que argumenta que el amor no es lo que pensamos que es. No es una emoción duradera, continuamente presente que sostiene el matrimonio; no es el deseo y la pasión que caracteriza el amor de juventud; y no es el lazo de sangre familiar.
Al contrario, es lo que ella llama “un micro-momento de resonancia de positividad”. Quiere decir que el amor es una conexión caracterizada por un aluvión de emociones positivas, que compartes con otra persona -con cualquier persona- con la que conectas en el curso del día. Puedes experimentar estos micro-momentos con tu pareja, tu hijo o un amigo. Pero también te puedes enamorar, aunque momentáneamente, de candidatos menos predecibles, como un extraño en la calle, un compañero del trabajo, o un trabajador del supermercado. Louis Armstrong lo dijo fantásticamente en “It’s a Wonderful World” cuando cantaba: “Veo amigos dándose la mano, diciendo ¿Cómo estás? / Están diciéndose “te quiero”.
Las poco comunes ideas de Fredrickson son importantes […] muchos americanos se enfrentan a una desagradable realidad: están necesitados de amor. Los índices de soledad están más altos que nunca en tanto que los apoyos sociales se desintegran. En 1985, cuando la General Social Survey preguntó a los americanos cuántos confidentes tenían, la respuesta más común fue tres. En 2004, cuando se hizo de nuevo la encuesta, la respuesta más repetida fue cero.
Esta definición de amor es un poco rimbombante y eso de “micro-momentos”, “resonancia” y “positividad” pueden echar para atrás. Pero es interesante la idea de abrir el concepto a conexiones más allá de la pareja, en un espíritu menos Romántico y que, por lo que se ve, viene de muy atrás en la historia de la humanidad.
Complementa esta lectura con los Cabos Sueltos de enero, febrero y marzo.